Un chico común como podrías encontrar en cualquier lugar.
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Spoiler: luego de tanto buscar, te encuentras contigo.
Convertirse en un hombre sin mujer es muy sencillo: basta con amar locamente a una mujer y que luego ella se marche a alguna parte. En la mayoría de los casos (como bien sabrás), son taimados marineros quienes se las llevan. Las seducen con su labia y las embarcan deprisa hacia Marsella o Costa de Marfil. Prácticamente nada podemos hacer frente a ello. También es posible que ellas mismas acaben quitándose la vida, sin haberse relacionado con ningún marinero. Frente a eso tampoco podemos hacer nada. Ni siquiera los marineros pueden. Sea como fuere, así es como te conviertes en un hombre sin mujeres. Todo sucede en un abrir y cerrar de ojos. Y una vez convertido en un hombre sin mujer, el color de la soledad va tiñendo hasta lo más hondo de tu cuerpo. Como una mancha de vino que se derrama sobre una alfombra de tonos claros. No importa cuán amplios sean tus conocimientos en labores domésticas, porque eliminar esa mancha será una tarea terriblemente ardua. Quizá el color se vuelva desvaído con el tiempo, pero probablemente la mancha permanecerá hasta que exhales el último suspiro. Es una mancha cualificada y, como tal, también tendrá su derecho a manifestarse en público de vez en cuando. No te quedara más remedio que vivir con la transición de su color y con su contorno polisémico. En este mundo, todo suena de distinta manera. La forma de tener sed es distinta. El modo en que el pelo crece es distinto. La manera de atenderte de los empleados de Starbucks es distinta. Los solos de Clifford Brown también suenan distintos. La puerta del metro se abre de manera distinta. Incluso la distancia que hay caminando desde Omotesando hasta Aoyama-itchome es bastante distinta. Aunque más tarde conozcas a otra mujer, y por muy estupenda que ésta sea (de hecho, cuanto más estupenda, peor), empiezas a pensar que la perderás desde el mismo instante en que la conoces.